martes, 27 de diciembre de 2011

Sobre los delitos involuntarios

Desde hace días que en mi casa faltan cuchillos. Hemos revisado por cada recoveco de la cocina y su paradero sigue siendo un misterio. Tengo la sospecha de que algún ser sobrenatural, quizás en una suerte de fetichismo onírico por los cuchillos, nos visita por la noche llevándoselos impunemente.

Ayer, luego de una lamentable cena familiar en la cual tuvimos que compartir cubiertos debido a su eminente escasez, decidí dejar de esperar a que el mágico ser tuviera la ética y moral para devolver los utensilios hurtados y me propuse salir a reponerlos.

Así fue cómo hoy visité un bazar. Busqué el sector de los cuchillos y comencé el control de calidad, el cual consistió en tomar el cubierto en alto y realizar armoniosos movimientos al ritmo de la Obertura 1812  –mientras que el repositor me observaba pensando “estás comprando un cuchillo, no la espada Excalibur”-. Una vez encontrado el utensilio ideal, que se adapte tanto a las piezas Tchaicovsky como a las carnes al horno, me dirigí a la caja con tres unidades del producto en cuestión. Orgullosa y triunfal portaba mis nuevas adquisiciones con su esplendoroso filo hacia afuera cuando al toparme con la joven cajera ésta me miró aterrorizaba. Al principio no entendía muy bien de qué se trataba, mas luego comprendí que la imagen de ver acercarse a una persona bailoteando con cuchillas no es de lo más reconfortante que a uno le pudiera suceder. Acto seguido lancé una sonora carcajada por lo hilarante de las circunstancias que lejos de amenizar los hechos acentuaron la expresión de terror de la pobre cajera. Automáticamente saqué el dinero de la cartera y se lo mostré para que se convenciera de que no se trababa de un asalto. No obstante su cara de espanto seguía intacta, evidentemente su imaginación excedió al simple ladrón de comercios para creer que estaba frente a una sátira de los filos o algo por el estilo. En otro intento por apaciguar la situación tomé un adorno navideño del mostrador que parecía ser tan simpático como inofensivo, pero al levantarlo en su totalidad descubro con sorpresa que se trataba de un sacacorchos temático, como para sumar al mix de armas blancas que involuntariamente parecía estar acumulando. El rostro de la asustadiza empleada desmejoraba notablemente por lo que me limité a poner el dinero justo sobre el mostrador al son de un “No me los envuelvas, felices fiestas” y hui sospechosamente del negocio aún con los cuchillos en la mano.

Quién sabe señores, quizás si hubiese asaltado el bazar ahora me estaría dando la gran vida. Sin embargo prefiero renunciar a los lujos del oficio maleante a fin de poder coleccionar pintorescas anécdotas como la que acabo de contarles.



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