jueves, 19 de enero de 2012

Sobre las persignaciones colectivas: La fe en el transporte público


Hace tiempo que observo a las personas que viajan en colectivo y se persignan al pasar por una iglesia. Naturalmente, para lograr la parafernalia de la persignación, se debe hacer uso de la mano derecha y esbozar, con la punta de dos o tres dedos, una suerte de cruz imaginaria sobre nuestro cuerpo.  Parece sencillo, pero tal accionar puede llegar a ser de arduas complejidades si uno se encuentra viajando parado. Luego de un criterioso análisis llegué a formular la siguiente hipótesis: 

La fidelidad de un creyente es proporcional a la calidad de su persignación independientemente de la comodidad adquirida en el transporte público. 

Me propongo entonces a establecer una tipología del creyente en el transporte público:

-El creyente de fe dudosa: Siempre va sentado y se persigna perfectamente. No obstante ignoramos si tal perfección también puede manifestarse yendo parado o en posiciones que lograran poner en juego su estabilidad física. En cierto modo se declara que la veracidad de su fe es de carácter irresoluto.

-El creyente que lo intentó (y no lo logró): Va parado con una o ambas manos sujetas en alguna parte del colectivo. En este caso los resultados son diversos. Los que utilizan una sola mano para sostenerse a veces poseen la suerte de tener la derecha liberada y poder usar sin problemas la mano indicada para el acto de fe. No obstante sucede que las personas, víctimas del desequilibrio, hacen que el movimiento de la cruz linde más con lo abstracto que con lo divino. Podemos deducir que estos individuos, si bien no han logrado el correcto ceremonial de la persignación, lo han intentado pudiendo así salvar sus almas de satanás. Sin embargo, hay una pequeña excepción para aquellos que sosteniéndose con ambas manos tienen iguales posibilidades físicas de liberar cualquiera de las dos. Si aun así deciden persignarse con la izquierda estamos en presencia de una blasfemia.

-El creyente que sigue a las masas: Generalmente viaja en hora pico  y está voluptuosamente rodeado de personas. Aquí el creyente no tiene posibilidad de ver la iglesia por la ventanilla y su fe está sujeta a la de los demás. Por lo tanto debe esperar a que otras personas que sí pueden ver por la ventana realicen el acto de persignación para entonces hacerlo él mismo. Pero suele ser un inconveniente cuando el creyente que sigue a las masas también sufre una ligera paranoia. Por lo tanto, al ver a otros persignándose, piensa que todo es una conspiración y que en realidad lo hacen para que él se persigne en el momento equivocado y termine sus días ardiendo en el averno.

-El hereje: Aquí tenemos al que aun yendo sentado, y sin ninguna clase de contrariedad que le dificulte el acto de fe, lo hace incorrectamente. Se equivoca de mano, en vez de una cruz dibuja unicornios, o se persigna al pasar por hipermercados. No hay estorbo físico que justifique el desacierto y esta persona se irá al infierno.

-El creyente absoluto: Aun cuando el colectivo transporta una vorágine abismal de personas,  sufriendo en las más incómodas y fastidiosas posiciones y rodeado de una infinita cantidad de irritantes masas corporales, el creyente absoluto logra persignarse con excelencia. Estamos en presencia de un acto de fe indiscutible que pone en juego el equilibrio físico del devoto.

Al respecto quiero contar una anécdota sobre el día que estaba leyendo a Nietzsche mientras viajaba en un 37. Recuerdo que al pasar por una iglesia vi persignarse a un grupo perteneciente a la tipología “creyentes absolutos” y culminar su acto de fe en una caída colectiva (con todas las posibilidades semánticas que ello implica). Automáticamente bajé la mirada al libro y casualmente leí el reconocido fragmento de "El Hombre Loco" (La Gaya Ciencia, aforismo 125):

“Dios ha muerto”
Entonces tuve una epifanía: Todas esas personas quisieron demostrar su fe y en consecuencia terminaron desmoronándose en el piso de un colectivo. No hubo fe que poner a prueba ni entidad divina que las proteja. Y todo eso sucedió porque dios ha muerto.



Epílogo
Finalizando el estudio de la fe en el transporte público (que dadas las ateas conclusiones arrojadas resultó ser de carácter vano) me dispongo a compartir algunos datos curiosos sobre las experiencias del joven Nietzsche trasladándose en colectivos. Según cuentan, de muchachito no era muy hábil para viajar parado y en varias ocasiones sufrió caídas poco elegantes. Hubo un día en el que se desplomó en un 160 y unas señoritas cruelmente se burlaron de él. Entonces llegó enfurecido a su casa y comenzó a escribir un manuscrito. Ese manuscrito resultó ser un boceto del aforismo 125, donde la idea original era:

“Dios ha muerto. Por eso te has caído en el transporte público”.






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