No pude parar de cazar murciéfalos.
Al principio era un pasatiempo, sólo eso. Los atrapaba y los liberaba. Con cuidado
y sin lastimarlos. Prolija y metódica, me limitaba a la cacería en albergues
murciefalarios y demás recintos exclusivos para esta clase de esparcimientos.
De a poco, no sé cómo, empecé a cazar en museos, universidades y heladerías.
Cuando me di cuenta estaba cazando murciéfalos en cualquier lugar y sin reparo
alguno. Pero lo peor era la forma en que los torturaba: Les mostraba un paraíso
y luego les rompía las alas para que no pudieran entrar.
Un día me agarró la policía. Se me
acusó de alterar el orden púdico y conforme a eso me sometieron a un juicio. Enseguida
llamé a mi abogado, y al parecer se le dificultaba llegar hasta el juzgado con
las alas rotas. Entonces me presenté indefensa ante el tribunal, e intenté
cazarlos a todos. Al público, al juez, a los testigos y al jurado. Pero en el
clímax de la cacería perdí el juicio, y los pocos librevivientes de la corte
aprovecharon para dar su veredicto:
Me declararon psicógata… y me dejaron ir.
Me declararon psicógata… y me dejaron ir.
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